La vela estará en la mesa de luz; tus hijas recostadas en la cama boca abajo, jugando con un iPad, sus cabecitas en los pies de la cama, sus piernitas jugando. Les pedirás que tengan cuidado. Irás a preparar el desayuno. Al volver verás fuego. Gritarás que salgan. Nunca recordarás haber visto la vela, pero sí una llama que venía de abajo de la cama. Asumirás que fue la vela, vela que hoy, ocho años después y animándote al túnel, empezarás a dudar si apagaste antes.
Gritarás que traigan agua. Tu hija de ocho años abrirá descalza la heladera y traerá un vaso de agua fresca. El miedo se convierte en grito: te das cuenta de que se podría haber quedado pegada. “¡Salgan, salgan!”. Las chiquitas se irán corriendo por el pasillo. Bajás la térmica y llamarás al 911. Pedirás ayuda a un vecino. Recibirán a las dos chiquitas en su casa mientras él y su hijo te ayudan tirando agua. La habitación es un horno gigante. El crepitar es indescriptible. Correrás con palanganas. No podrás entender de dónde te sale el oxígeno. Llegará la policía, los bomberos y la ambulancia. Tu vecino, con las pestañas y cejas quemadas, te dará un abrazo. El enfermero insistirá en tomarte los signos vitales. Tomará tu oxígeno y no entenderá cómo estás parada.
Sentirás el olor a baquelita quemada por días. Habrás perdido todo: ropa, juguetes, electrodomésticos, todo. Todo. El calor habrá sido tan intenso que nada se salva. Lo que no se llevó el fuego, se lo llevó el agua de los bomberos.
Conocerás lo mejor y lo peor de la gente que te rodea: ayuda y mezquindad en partes iguales. La ayuda no se te olvidará nunca; la mezquindad te quitará la inocencia para siempre.
Recordarás que ese diciembre tu hijita de entonces cinco años dirá: “Les deseo que, si alguna vez se les quema la casita, tengan amigos tan buenos como los míos que los ayuden”. Llorarás de gratitud por ese registro.
Recorrerás otra vez el relato. Comprobarás que había que llorar la culpa, que pasado el espantoso túnel todo cobra sentido.
Se disipan las dudas y te abrazarás con tu culpa ahora disipada, y confirmarás en carne propia lo que tanto estudiaste y predicás en el consultorio: a veces la culpa bajo la alfombra nos juega una mala pasada y nos hace creer un relato de terror que se proyecta como una sombra, y toca prender la luz poniendo verdad y palabra.
 
 
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