sábado, 25 de octubre de 2025

Incendio

Habrán pasado ocho años de ese fatídico día y resolverás que es el momento de trabajar ese espacio oscuro que te dejó la culpa. Tratarás de escribirlo para terminar de exorcizarlo. Te recorrerá el miedo de solo pensarlo. Buscarás estrategias. Elegirás un modo verbal que lo despersonalice un poco.
En estos ocho años habrás repetido que el origen del fuego había sido un cortocircuito, toda la evidencia dirá lo mismo, la lógica asumirá eso; sin embargo, una voz adentro seguirá susurrando: “fue culpa tuya”. Temerás que ese irracional murmullo pase a tu hija. Habrás confirmado a los pocos años del hecho que la chiquita creía eso, que había sido ella pateando una vela. Le explicarás el paso a paso del relato: “fue un cortocircuito, lo dijeron los bomberos y el ingeniero que revisó la casa”. La llenarás de palabras y besos a esa niña hasta convencerla. La habrás convencido. O querrás creer eso.
Sin embargo, ese susurro  en tu cabeza nunca se habrá callado.

Te preguntarás qué hubiera pasado si te hubieras animado de una a asumir la culpa, a transitarla, a meterte hasta el fondo en ese túnel oscuro y tenebroso. Sabrás que, de haber sido así en ese momento, ya se hubiera acallado la voz. Te dispondrás a eso. Con miedo y valentía querrás afrontarlo: “fui yo”, escribirás. A ver cómo se siente.
Las imágenes empezarán a caer en tu cabeza como en una película. Es una mañana fría de domingo en junio. Tu marido estará a punto de agarrar la ruta para volver de Rosario. El pensamiento te llena de miedo. Te sentirás abrumada y enojada. Sentirás que la ruta es sinónimo de muerte, de accidente, de desesperación. Prenderás una vela para pedir por la seguridad del viaje, aunque no afloja el nudo en la garganta; el gesto te parecerá que le da una acción a tu rumia.

La vela estará en la mesa de luz; tus hijas recostadas en la cama boca abajo, jugando con un iPad, sus cabecitas en los pies de la cama, sus piernitas jugando. Les pedirás que tengan cuidado. Irás a preparar el desayuno. Al volver verás fuego. Gritarás que salgan. Nunca recordarás haber visto la vela, pero sí una llama que venía de abajo de la cama. Asumirás que fue la vela, vela que hoy, ocho años después y animándote al túnel, empezarás a dudar si apagaste antes.

Gritarás que traigan agua. Tu hija de ocho años abrirá descalza la heladera y traerá un vaso de agua fresca. El miedo se convierte en grito: te das cuenta de que se podría haber quedado pegada. “¡Salgan, salgan!”. Las chiquitas se irán corriendo por el pasillo. Bajás la térmica y llamarás al 911. Pedirás ayuda a un vecino. Recibirán a las dos chiquitas en su casa mientras él y su hijo te ayudan tirando agua. La habitación es un horno gigante. El crepitar es indescriptible. Correrás con palanganas. No podrás entender de dónde te sale el oxígeno. Llegará la policía, los bomberos y la ambulancia. Tu vecino, con las pestañas y cejas quemadas, te dará un abrazo. El enfermero insistirá en tomarte los signos vitales. Tomará tu oxígeno y no entenderá cómo estás parada.

Sentirás el olor a baquelita quemada por días. Habrás perdido todo: ropa, juguetes, electrodomésticos, todo. Todo. El calor habrá sido tan intenso que nada se salva. Lo que no se llevó el fuego, se lo llevó el agua de los bomberos.

Contarás los hechos. Volverás a la casa, todavía caliente y en ruinas, y dirás que fue tu culpa: que la vela, que fue un accidente, pero que fue tu responsabilidad. Te dirán que imposible. Tu tía encontrará la vela y te dirá: “¿Ves? Acá está tu vela. Si hubiese provocado este desastre, estaría destrozada. Tirala, chau, se fue tu culpa”. Entenderás ese gesto como una forma de liberarte.
Sin embargo, la culpa no habrá aflojado hasta que, ocho años después, te animarás a mirarla de frente.

Conocerás lo mejor y lo peor de la gente que te rodea: ayuda y mezquindad en partes iguales. La ayuda no se te olvidará nunca; la mezquindad te quitará la inocencia para siempre.

Recordarás que ese diciembre tu hijita de entonces cinco años dirá: “Les deseo que, si alguna vez se les quema la casita, tengan amigos tan buenos como los míos que los ayuden”. Llorarás de gratitud por ese registro.

Recorrerás otra vez el relato. Comprobarás que había que llorar la culpa, que pasado el espantoso túnel todo cobra sentido. 

Se disipan las dudas y te abrazarás con tu culpa ahora disipada, y confirmarás en carne propia lo que tanto estudiaste y predicás en el consultorio: a veces la culpa bajo la alfombra nos juega una mala pasada y nos hace creer un relato de terror que se proyecta como una sombra, y toca prender la luz poniendo verdad y palabra.

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